Estoy frente a
una paradoja que comparto abiertamente con vosotros: Desde que tengo más
tiempo, tengo menos tiempo.
Si bien nos
dijeron desde el principio que “esto no son vacaciones”, creo que el
mindset con el que enfrentamos los primeros 15 días de cuarentena iban un poco
por este lado: “Genial, voy a teletrabajar y aprovecharé para hacer
muchísimas cosas para las que no tenía tiempo.”
La realidad, al
menos en mi caso, fue bien diferente.
- El tiempo
ahorrado en el atasco diario se lo lleva ahora lo que me cuesta levantarme por
la mañana después de una noche de insomnio.
- La productividad
que solía tener cuando trabaja SOLA desde casa se ve afectada por un sinfín de
interrupciones bien sea por mi hija, por las incesantes noticias que están
permanente saltando o por los infinitos WA cargados de memes y bulos.
- La concentración
se ve afectada por la natural preocupación por la salud de los nuestros, del
futuro que nos depara y lo que será de lo hasta ahora era nuestro “estado de
bienestar”.
- Las listas
de “To do” y “Nice to have” que suelo hacer para organizar mi día y mi
semana las veo totalmente superfluas a la vez que me veo inmersa en una
sucesión de tareas pequeñas, tediosas, poco habituales que tienen como fin la
sostenibilidad de un mínimo de orden y limpieza en el hogar donde pasamos 24
horas al día los tres miembros de mi familia.
Tanto estudiar escenarios
VUCA, entornos líquidos y apoyarnos en el ecosistema parecen
de risa frente a este “new normal” totalmente distópico que ni las
peores películas llegaron a imaginar.
Es por eso por lo
que, en las sucesivas semanas acortaré la longitud y la profundidad de los
artículos. Quiero seguir estudiando y escribiendo, pero siento la necesidad
de ser amable conmigo misma y librarme un poco del rigor y
constancia que suelo tener en todo lo que hago.
Dicho esto, vamos
al tema de hoy:
Estoy sumergida
en la lectura de “The Longevity Economy” de Joseph F. Coughlin que es el
fundador y director del “AGELAB” del MIT.
El primer insight
que he sacado de las primeras páginas es que lo primero que tenemos que
hacer como personas y como sociedad es re-escribir la narrativa de la
vejez.
La narrativa de la
vejez es una historia que se ha ido pasando de generación en generación y que
nos hace sentir de determinada manera frente a algo y nos parece aceptable.
Al final de
cuentas, el regalo de la vida viene sin libro de instrucciones y los años de
gracia que hemos conquistado, se nos han quedado grandes porque no sabemos
muy bien cómo gestionarlos.
Entonces, si no
cambiamos la mirada sobre esta fase de nuestras vidas, no podremos dar el salto
cualitativo que necesitamos para poder afrontarla como verdaderos años de
gracia, llenos de retos y oportunidades, no solo a nivel personal, sino
social y económico.
El mandato que aún
nos rige hoy es que
“La vejez es una versión miserable de la madurez.”
Ironía
aparte, la vejez se presenta como una barrera que atravesamos y allí nos
quedamos esperando morir.
Lo que está claro
es que esta narrativa va a cambiar gracias a la irrupción de una generación que
nos ha demostrado que siempre lograron lo que se proponían: Los Baby Boomers.
Hilando un poco
más fino, el colectivo en concreto que más contribuirá al cambio serán “las”
Baby Boomers; mujeres mayores con mayor grado de formación y ya inmersas en
el mundo laboral que se posicionarán como las grandes innovadoras y nos darán
más de una sorpresa agradable. (¿Recordais el artículo de: “La vejez tiene cara
de mujer”…?)
Lo cierto es que la
vejez es un invento, un invento que, si bien tiene una base biológica, es
una idea que el propio ser humano ha creado. Lo curioso es que en muchos casos
termina siendo profecía autocumplida y de ahí que se retroalimente la
narrativa una y otra vez.
Otra cosa muy
importante es que cuando hablamos de “vejez” o “viejos” parecería que, automáticamente
TODAS las personas, a partir de cierta edad, independientemente de su sexo,
raza, nacionalidad, personalidad, historia y situación socioeconómica se
transforman simplemente en: VIEJO. Pero, hay tantos tipos de viejos como
personas existen.
Empecemos por el
principio: Para poder re-escribir esta narrativa, hay que entender de donde
viene, así que comparto hoy con vosotros algunas pinceladas sobre estos
orígenes:
Antiguamente, en etnias tribales y viejas
civilizaciones, los ancianos eran venerados y respetados ocupando un rol
activo dentro de su sociedad. Eran personas sabias a las que se recurría en
busca de respuestas, conciliación o simplemente, compañía. Quitando muy pocas
culturas, como la japonesa, tal vez, esto ya no es así.
La visión más
generalista y negativa de la vejez, comienza en el siglo 19 según la
práctica médica de esa época y las instituciones sociales emergentes. Hasta ese
momento, en casi todas las culturas, envejecer era algo que se vivía y
experimentaba de forma individual (o única), pero en la segunda mitad del sigo
19 esta vivencia comenzó a cambiar debido al surgimiento de los primeros planes
de pensiones, a las residencias para ancianos y a otras instituciones
dedicadas exclusivamente para las personas mayores tanto en Europa como en
Estados Unidos.
Este paso de lo individual
a lo colectivo hace que todas las personas se traten simplemente como “viejos”
y también que la sociedad comience a ver a esta población como un problema
que necesita una solución.
Desde el punto de
vista médico, allá a finales de 1800, la medicina occidental acuerda que uno se
vuelve viejo cuando ya no le queda energía vital. Con esta lógica, lograron
explicar por qué la gente joven se reponía mejor de las enfermedades que los
viejos.
La vitalidad, o,
mejor dicho, la pérdida de esta generaba una predisposición a la debilidad que,
a su vez, volvía a los cuerpos más viejos más vulnerables frente a las
enfermedades… ¡Tremendo!
Para agregarle
más hierro al tema, esta teoría se soportaba en un pensamiento religioso
que surge a partir del año 1830: La cantidad de vitalidad que recibes al
nacer es tu cupo. Como una pila Duracell, vamos.
Había que saber
utilizarla bien y era tu propia responsabilidad el decidir en qué la gastabas.
Os imaginareis que había ciertas actividades que consumían más vitalidad
y que, por lo tanto, predisponían más a la enfermedad y a la muerte.
Esas actividades eran, por supuesto, las divertidas.
Para poder conservar
la vitalidad, surge, por contraposición, la moderación y la abstinencia
como la clave para una larga vida.
En resumen: la narrativa actual nos habla de que todos los viejos son iguales, que son un problema que resolver y que no tienen vitalidad y por lo tanto son débiles.
Y digo yo: ¿Es
así como os imagináis en el futuro? ¿Es así como se verá la gente mayor de hoy?
No, ¿verdad?
Seguiré
desgranando la narrativa de la vejez hasta tener la foto completa en próximos
artículos. Creo que, con esta primera aproximación, ya tenemos material para ir
pensando.
¡Buena semana!
Fuente:
“The Longevity Economy” – Josepgh F. Couglin – Public
Affairs 2017
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